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El vaso se derramó

Artículo de Fondo, por Arturo Herrera Cornejo.- El presidente Enrique Peña Nieto recibió a los familiares de los 43 normalistas desaparecidos, pero como jefe de Estado no tuvo para ellos una respuesta; se limitó a condolerse: “escuché a varios de los padres que me compartieron su pena y dolor. Tuve oportunidad de expresarles que el gobierno los acompaña y se asume con ellos. Recogí también la gran impaciencia que hay por que las investigaciones nos permitan determinar el paradero de los estudiantes desaparecidos”, dijo. En síntesis, les reiteró que no hay resultados; dio sólo la promesa de coadyuvar para encontrar a los desaparecidos.

En la Secretaría de Gobernación también se evidenció el tamaño del gobierno federal. Su titular, Miguel Ángel Osorio Chong, descargó su responsabilidad por la fuga del ex presidente municipal de Iguala echando culpas. Pese a ser la cabeza del aparato de inteligencia nacional, tener la coordinación de las fuerza públicas federales y del Sistema Nacional de Seguridad Pública, señaló que le había solicitado al entonces gobernador de Guerrero, Ángel Aguirre Rivero, que no permitiera que el alcalde José Luis Abarca, claramente coludido con un grupo criminal, se le fuera a ir: “le comenté que lo vigilaran, cuidaran, que no se les fuera a ir. Fue el comentario directo, preciso, que le pusiera doble vigilancia, dado que la responsabilidad se le veía”, declaró Osorio, e insistió aun hace pocos días en que se trató de un asunto del fuero común.

Pero organismos como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos han ordenado medidas cautelares contra el Estado mexicano para determinar la situación y el paradero de los 43 estudiantes desaparecidos a fin de de proteger sus derechos a la vida y a la integridad personal. La subsecretaria de Gobernación, Lía Limón, en representación del gobierno mexicano tuvo que comparecer en la audiencia sobre el caso Iguala que se desarrolló en Washington, Estados Unidos. Entre tanto, el Papa Francisco llamó la atención mundial sobre el tema al mencionar en español ante los 30 mil asistentes a la audiencia general del pasado miércoles: “quisiera hoy elevar una oración y traer cerca de nuestro corazón al pueblo mexicano, que sufre por la desaparición de sus estudiantes y por tantos problemas parecidos. Que nuestro corazón de hermanos esté cerca de ellos orando en este momento”.

Hechos que se veían ya como parte de lo cotidiano no despertaron reacciones que pusieran el tema de los desaparecidos y las ejecuciones extrajudiciales a la cabeza de la agenda nacional. La indiferencia y el horror habían paralizado a la mayoría de los mexicanos: San Fernando, Tamaulipas, y La Barca, Jalisco, de donde fueron exhumados 72 cadáveres en el primer caso y 85 en el segundo; además de cientos de casos en los que aparecieron números menores de cadáveres, así como la desaparición de miles de personas, pasaron sin provocar más que miedo.

Pero el vaso se derramó. El caso de los estudiantes de Ayotzinapa desató la indignación. Luego de lo ocurrido en Iguala, Guerrero, México tendrá que cambiar. La clase política deberá enfocarse en reflexionar sobre los excesos que ha cometido.

Las reformas políticas: de 1977, que abrió cauces legales a la izquierda después de los intentos de exterminio que sufrió en las décadas precedentes; la de 1990 –lograda gracias a la presión del Partido Acción Nacional luego de ordenar a sus diputados acudir para hacer el quórum al Colegio Electoral que calificaría una elección dudosa–, que creó el Instituto Federal Electoral y la credencial para votar con fotografía; la de 1996 que creó un IFE autónomo y facilitó la integración de la primera Cámara de Diputados con mayoría opositora y que a la postre permitió que a un candidato de oposición le fuera reconocido el triunfo en el año 2000; la de 2007 que limitó a los medios electrónicos de comunicación; y la aprobada recientemente, fueron minando el gran poder que tenía el presidente de la República, pero empoderaron a los partidos políticos, no a los ciudadanos. En los últimos años se destinaron grandes tajadas del presupuesto a la clase política y a los partidos, no a la obra pública. Se aumentó el tamaño del aparato estatal para que preferentemente los participantes del juego del poder salieran ganando. Se les garantizaron en los llamados organismos autónomos sus cuotas.

La pobreza no disminuyó, la economía del país se estancó, los rezagos sociales crecieron. En los hospitales públicos faltaron medicamentos; en las escuelas oficiales hubo abandono. Pero en las Cámaras locales y federales creció el número de asesores; en municipios marginados los cabildos se autorizaron sueldos de más de cien mil pesos para presidentes y de más 50 mil para regidores; en los partidos políticos se recibieron recursos públicos como nunca antes porque cuando se aprobaron se argumentó que eran para que el dinero de origen ilícito no llegara a las campañas.

El gobierno federal está pasmado. La crisis política lo alcanzó. El modelo político mexicano, que tanto dinero ha costado al erario, ya no funciona y es urgente reformar el poder. El Estado mexicano no puede garantizar la integridad personal y la vida de los habitantes del país; no puede responder ante la violencia que ha asolado a México entero en los últimos años; no puede evitar que personas con fortunas de dudoso origen se conviertan en candidatos y en gobernantes; no puede evitar que las policías estén al servicio de la delincuencia. El desastre de México deja ver también partidos políticos infiltrados y políticos en plena connivencia con criminales.

Todo esto tiene que cambiar.

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