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El acuerdo nació muerto

Por Jacobo Díaz (Colaboración especial).- Consenso es conformidad, consentimiento, convenio entre dos o más posiciones que divergen en uno o varios temas, pero que a través de encuentros civilizados arriban a un pacto coyuntural frente a un entorno para el que se requiere atención especial y abreviar, por lo menos temporalmente, las naturales posturas discrepantes, en aras del interés general de la población para el caso de ejercicio público, pero en el que necesariamente las partes deben echar mano de una extraordinaria voluntad política, la cual se sustenta en el reconocimiento mutuo de su representatividad.

Con todo y que el estado de Michoacán mantuvo posiciones de vanguardia en diferentes escenarios históricos, lo que ocurre en la presente circunstancia muestra cuán rudimentarios son los políticos de práctica-mente todos los partidos, empantanados todavía en una confrontación banal propia de la era pragmática por la que atravesamos, desprovistos de ideología y principios, adiestrados para el discurso trivial, atrapados en la rebatiña y el agandalle y, aferrados al inmediatismo del yo y el ahora, no conocen el palpitar de la calle ni el clamor de las barriadas. Por eso el Acuerdo por Michoacán nació muerto.

El incompleto y apresurado documento final se constituye, dicho sea de paso, en el colofón de una serie de presiones procedentes de la Secretaría de Gobernación federal para hacer que las fuerzas políticas estatales se enrolaran en es ese juego de ‘‘tío lolo’’ llamado ‘‘pacto por México’’, cuyos protagonistas, dirigentes nacionales de los partidos, empresarios de primer nivel, monopolios televisivos, conocían de antemano sus límites (circunscrito a unos pocos temas), sus alcances (hasta la presentación de la reforma energética en el congreso, como lo demuestran los hecho recientes) y sus objetivos (legitimar a Enrique Peña Nieto).

La puesta en escena del pasado 29 de agosto por la tarde en el palacio de gobierno reprodujo los viejos rituales de la dinastía priísta y su ostentoso ceremonial palaciego, pero evidentemente sin el respaldo popular del pasado. Fue llanamente un acto de imposición que de ‘‘acuerdo’’ sólo tuvo el vocablo, porque fue excluyente, jactancioso y temerario, al desdeñar arrogantemente a una de las fuerzas políticas más relevantes de la sociedad michoacana, con cuyo hecho el equipo que gobierna el estado y los grupos y partidos patiños exhibieron el abismo que hay entre su percepción de la realidad y el drama que sacude a cada momento al estado de Michoacán.

En una sociedad crispada por la insatisfacción, confrontada políticamente desde hace varios años y asediada por los grupos oligárquicos del centro del país por la rebeldía de varias de sus organizaciones populares, tener el gobierno (que no es lo mismo que el poder), reclama liderazgos maduros, que busquen en los consensos el arreglo de las diferencias coyunturales, atenidos al mandato de la mayoría, pero en Michoacán como en el resto país eso es una utopía, porque nuestro remedo de democracia apenas alcanza la práctica simple del ejercicio del voto, envilecido incluso con las tarjetas de Monex y Soriana y el resto de sus escollos, y no como la participación consiente de la ciudadanía en la toma de decisiones, como sería por ejemplo acatar el mandato popular de una eventual consulta sobre la reforma energética, a la cual se niega la derecha.

La ‘‘representatividad’’, ese baluarte de la democracia burguesa, occidental y cristiana que padecemos, es en la actual encrucijada un objeto de lujo, porque los grupos que nos mandan entienden el usufructo de las posiciones que ostentan en el gobierno como una garantía absoluta para hacer y deshacer y porque creen que la legitimación les viene de los últimos resultados electorales  a partir de los cuales tomar decisiones arbitrarias, como la firma del acuerdo de marras o la imposición de ‘‘los retrocesos estructurales’’ que están de moda, sin considerar que un simple acto de desdén a cualquier ciudadano les echa abajo su ‘‘popularidad’’.

El resentimiento expresado en el recurrente reclamo de que ‘‘cuando andaba buscando el voto hasta me saludaba de mano y ahora ni me pelan’’, es la consecuencia de esa soberbia que hace suponer al político que la preferencia en las urnas es eterna, pero cuya legitimad está en entredicho cuando se sustenta en el sufragio inducido por la dádiva, por lo que resulta especialmente relevante en las actuales circunstancias incorporar a nuestra constitución las figuras del referéndum, el plebiscito y la revocación de mandato, toda vez que en el modelo actual la construcción de la representatividad al ras del suelo es una falacia.

Las verdaderas mayorías están en la opinión que se expresa en las calles por quienes efectivamente les preocupa el destino de su país muchas veces ahogada en la alharaca de los medios de comunicación, están en la inquietud popular que se frustra en la traumática falta de empleo y no en la visión mal intencionada que surge del boletín oficial repetido como en la teoría goebbeliana por miles de pasquines para que aparezcan como verdadera. Esa otra mayoría, aun cuando sumen millones y sirva de parapeto para imponer las mal llamadas reformas, son esas masas pasivas, por no decir que agachadas, que se apoltronan frente a la televisión para hundirse en la indiferencia de las telenovelas y el futbol.

En este país el sufragio universal de nuestra  democracia ‘‘que crece’’ en el manipuleo del IFE está envilecido por la despensa, la dádiva, el miedo y la coerción, y en esa misma dinámica de escamoteo de la voluntad ciudadana resulta extraordinariamente común que las ‘‘fuerzas políticas’’ firmen a sus espaldas pactos que nacen muertos porque nadie los cumple o se usan para sacar provecho coyuntural, o decidan retrocesos tan profundos como la entrega de la renta petrolera a extranjeros precedida de una cínica campaña mediática que niega la privatización, o se trivialicen calamidades tan lacerantes como la hambruna que padece el 60 por ciento de los mexicanos con el patrocinio de empresas productoras de chatarra, o se mienta con absoluto descaro sobre la realidad. Frente a ese escenario ¿quién tiene autoridad moral para firmar pactos?

 

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