(Por Ignacio Herrerías) Durante casi cuatro décadas el gobierno federal y sucesivos gobiernos michoacanos del PRI, han consentido los abusos e ilegalidades de los jerarcas de la llamada Ermita de la Nueva Jerusalén, pese a denuncias de asesinatos, producción, consumo y tráfico de drogas, violaciones, embarazos forzados, cárceles clandestinas y extranjeros sin permiso para residir en México.
De tanto en tanto estalla la situación y se hacen reportajes; como sucede ahora, que con el pretexto de seguir una orden de la Virgen del Rosario, «que no quiere enseñanzas del diablo», destruyeron la escuela laica de la comunidad donde estudiaban 128 niños de primaria, 45 de preescolar y 40 en la telesecundaria.
La ermita, ubicada a la entrada de la Tierra, a unos 20 kilómetros de Tacámbaro y dos de Turicato, tenía hace 30 años una población de seis mil personas, divididas en dos grandes grupos: consagrados y vivientes; que a su vez se dividían en lirios, varones, monjes y sacerdotes si eran hombres; y monjitas, cortesanas, doncellas, margaritas, piadosas y pasionarias, si eran mujeres; el color de faldas y velos indicaba su rango y en cuál de las seis colonias tenían sus casuchas.
Algunos hombres eran considerados «encarnaciones» de santos y ángeles, de modo que en pocos minutos de caminata se topaba uno con muchos miembros de la corte celestial, a los que los «vivientes» descalzos, mugrosos, pobres y sin gloria alguna, debían reverenciar.
Los «vivientes» pasaban los días en el atraso y la porquería, luchando contra las pasiones carnales, al margen de toda ley, obedeciendo a papá Nabor y sus secuaces con sumisión y rezando atareados el montón de rosarios necesarios para salvarse.
Para entrar a la ermita era necesario cruzar un puente encadenado, «frontera entre el mundo y la gloria», y resguardado por judiciales, que también rezaban el rosario.
Cantos, rezos, humo y un olor parecido al de la mariguana, salían todo el tiempo del templo, que los vivientes debían visitar siete veces diarias y del que era fundador y Sumo Pontífice Nabor Cárdenas, nacido en 1910 en Coalcomán, ordenado sacerdote en Morelia en 1935 párroco durante 20 años en Arteaga y Puruarán, y excomulgado en 1973 por el obispo de Tacámbaro Abraham Martínez, quién no creyó su cuento de las apariciones.
De entre los «consagrados», Nabor seleccionaba a los «pescadores», cuya misión consistía en recorrer las colonias pobres del país buscando adeptos que eran trasladados a la Nueva Jerusalén, tras ceder a Nabor sus bienes.
Se encargaban también de las peregrinaciones dominicales y de la anual del 7 de octubre santo de la Virgen del Rosario, cuando llegaban a la ermita hasta 500 camiones repletos que pagaban derecho de entrada y cuyos ocupantes debían comprar estampitas, mensajes de la Virgen y rosarios de cuentas de colores que al igual que todos, se colgaban del cuello.
Viejos taxistas de Puruarán platicaron que Nabor empezó a construir la ermita en el cercano cerro de El Mirador, «pero luego nada pendejo, vio que la carretera no llegaba hasta ahí y la cambió…»
Cuando Nabor estaba de buen humor, los peregrinos de más recursos eran favorecidos con mensajes especiales de la Virgen del Rosario, cuya imagen fue pintada por una religiosa con las indicaciones de Gabina Romero, primer vidente y «vaso» de la virgen.
Los mensajes y respuestas que daban santos y hasta personajes de la historia eran increíbles; y variaban con las necesidades nacionales.
En la década de los 90 fue incorporado al elenco el general Lázaro Cárdenas; y su alma era sacada y regresada al purgatorio según convenía a Nabor y a los candidatos del PRI.
Ahí estuvo en su gira de campaña Víctor Manuel Tinoco Rubí, a quien pidió a papá Nabor suplicar a la Virgen que ordenara a los habitantes de la ermita, en su mayoría originarios del estado de Guerrero y sin credencial de elector, que votarán por él para gobernador de Michoacán; así lo hicieron.
Al no impedir que durante cuarenta años fueran violados por los jerarcas de la Ermita de la Nueva Jerusalén los derechos de sus habitantes, los gobiernos fueron cómplices.
Este asunto de los peluches era una completa locura
Imaginen ese lugar mugroso y apestoso donde miles de personas sin derechos ni servicios, pasaban la vida esperando ilusionados el fin del mundo, rezando rosarios, y admirando cientos de peluches que dos “monjitas” limpiaban y volvían a meter en sus celofanes, operación que la gente veía desde la puerta del polvoso cuarto donde se exhibían.
“El peluche consentido de la Virgen del Rosario” era Yolanda, una gata de color de rosa famosa por presidir las procesiones en un cojín de terciopelo rojo, y por despreciar tres veces al día galletas marías remojadas en leche condensada que le ofrecían y eran lujo extremo en esa comunidad miserable; y como por supuesto no las comía, María de Jesús las engullía con disimulo.
Además de jugar con peluches, la Virgen del Rosario daba mensajes grabados con voz de ultratumba para informar a Nabor lo que todos pensaban; y quiénes estaban endemoniados y debían ser azotados “para sacarles los diablos”.
Prohibía el libre tránsito, escuelas, radios, televisores, libros, periódicos, tomas de agua domiciliarias y relaciones sexuales, aún entre los casados.
Su principal preocupación era “la pureza, porque aspiramos a ser ángeles y nunca se ha sabido de ángeles con hijos”.
Las pruebas de que era desobedecida abundaban; y se les veía deambular descalzos o dormir en los brazos de sus madres, que alegaban eran producto de milagros; y procuraban no pasar frente a un mural donde un triángulo, un ojo gigante, una oreja enorme y una mano escribiente, advertían “Dios todo lo ve, lo oye y lo sabe”.
Los jerarcas ejercían derecho de pernada, en cuanto las niñas cumplían 12 o 13 años.
Antes de llegar a la ermita, los llamados “vivientes” habían sido vendedores ambulantes, franeleros, albañiles, jardineros, y aunque usted no lo crea, judiciales. Nabor los llevaba a ingenios y campos vecinos. El cobraba sus salarios; ellos aguantaban todo por ganarse el cielo, y eran considerados buenos jornaleros “por sumisos, carecer de vicios y estar acostumbrados a obedecer”.
Con los años y el deterioro físico de Nabor, se incrementaron los conflictos entre los “obispos” que aspiraban a gobernar la ermita y agarrar el suculento negocio que representaban peregrinaciones, ventas de rosarios, estampitas, novenas, salarios y bienes de los “vivientes”.
A su muerte continuaron las ilegalidades consentidas por el poder; llegándose así, a los actuales momentos de destrucción de la escuela oficial.