Columna Política «La Feria», Sr. López (30-VIII-2021).- Seguro es síntoma de la acumulación de años en lomo, pero este menda recuerda cada vez con mayor frecuencia pasajes de su ya largamente ida infancia (¡bendito sea Dios!, porque ni por triple Cielo regresaría a esa etapa de la vida en la que sin respeto a los derechos de la niñez, se obliga a ir a la escuela a deshoras).
Por ejemplo, a cuento de nada recuerda su texto servidor al doctor Camacho, que no era solo pediatra de los vástagos de la aguerrida pareja formada por don Víctor y la subcomandante Yolanda, sino también cardiólogo del progenitor, ginecólogo de la prusiana madre, geriatra de los abuelos, partero de todas, psicólogo de la loca tía Tina e internista de la inolvidable Margarita, la lavandera (idéntica a Sofía Loren, en tenochca), y nutriólogo de todos.
Era un doctor de la vieja escuela francesa de medicina, que sin análisis, radiografías o resonancias magnéticas, con que uno sacara la lengua y tres preguntas, tomándole el pulso y auscultando vientre y pulmones (con y sin estetoscopio), diagnosticaba sin fallo, recetaba algo que costaba entre 15 centavos y dos pesos (y en casos extremos, inyecciones a las que por suerte, no era muy aficionado, aunque purgas y lavativas, sí recetaba). Y curaba a todos, a domicilio por 20 pesos la consulta. Era médico general (a esa edad el tecladista pensaba que había médicos rasos, sargentos y capitanes, ya se imaginará el respeto con que lo veía). Ya mucho después empezó a haber médicos especialistas y enfermos crónicos, cuentas de hospital que se garantizan con las escrituras de bien raíz sin gravamen, y ni en artículo de muerte se consigue ahora que el galeno vaya a la casa.
Otros tiempos dirá usted que pertenece a estos. Y sí, es de Perogrullo: eran otros tiempos. Y también, otros resultados… no había nadie que en un sexenio se hiciera multimillonario; había menos políticos venales; no había curas raros (lo más que hacían unos pocos era tener “sobrinos”, pero a los niños… a los niños les enseñaban el catecismo, nada más); la corrupción se estancaba en el agente de tránsito que por cinco pesos hacía la vista gorda… y hasta las enfermedades eran decentes (lo más grave se arreglaba con una serie de inyecciones de penicilina). Cierto, no teníamos derechos humanos, pero no hacían mucha falta, porque la decencia no era rareza; también había cosas feas, pero, será por la edad, se difuminan entre la bruma de los recuerdos.
Por supuesto eran tiempos primitivos, cuando los teléfonos sólo servían para hablar y no eran portátiles porque entre otras cosas, pesaban casi un kilo (todos negros); la cafetera de la casa era un jarro encima de la lumbre; el reloj nomás daba la hora (no, no medía la velocidad, ni las pulsaciones, ni tenía calendario-calculadora-termómetro), y el cura párroco, el doctor y el notario, estaban disponibles a cualquier hora del día o de la noche.
Época en que nos hacían falta muchas cosas que no sabíamos que nos hacían falta y hoy facilitan la vida, sí, pero el coche lo arreglaba uno mismo (o don Toño, que lo reparaba a domicilio), el motor se afinaba a oído, no tenía computadora y el mecánico no tenía pinta de neurocirujano (ni cobraba como tal). Sí, tiempos de mucho atraso, lo acepto, tiempos en los que todo se arreglaba, las cosas duraban para siempre, las señoras zurcían calcetines y a los zapatos se les ponían medias suelas, ¡qué horror!
Tiempos, poquito más atrás, en que fundaron el Estado mexicano como lo conocemos, un señor que era agricultor y no terminó la carrera (Venustiano Carranza); un tendero-carpintero-agricultor, con Primaria terminada (Álvaro Obregón); y un excantinero, molinero, maestro rural (Plutarco Elías Calles); para ni mencionar a otro, indio puro, analfabeto (él decía que no, que su papá le enseñó a leer y escribir), que jamás pisó una escuela y llegó a General, fundó la Escuela Superior de Guerra, fue Secretario de Educación Pública y luego de la Defensa Nacional, reconocido como fundador del moderno ejército mexicano (Joaquín Amaro, a quien el New York Times, en diciembre de 1930, dedicó un artículo en que nomás faltó lo propusieran para un Nobel, porque en esos tiempos hasta los yanquis nos respetaban, aunque no lo crea).
No vamos a negar que el país ha progresado, la economía de mediados del siglo pasado es un chiste junto a la de estos tiempos; ni se puede regatear el adelanto que representa tener profesionales de todo: entomología política, mecatrónica electoral, medicina digital, sociología forense, poesía Neanderthal y licenciatura en gramática de lenguas muertas, hitos indiscutibles del progreso de la civilización occidental (debe ser), pero salvo su mejor opinión, en México, en cositas como la alimentación cotidiana del tenochca simplex, educación básica de calidad, acceso a efectivos servicios de salud, seguridad pública, honestidad gubernamental, como que no vamos para delante.
Además, algo en que casi seguro va a estar usted de acuerdo: antes los hombres públicos decían menos tonterías (al menos en público), entre otras cosas, porque hablaban menos: la popularidad les importaba un pito; en cambio hoy no son raros los políticos que cuidan su imagen más que modelos de pasarela en París y viven en una carrera sin relevos en pos de la fama, particularmente los presidentes de la república que, lo digan o no, se desayunan revisando encuestas de aceptación, aprobación o rechazo y ajustan sus actos y discurso a eso, a ser las Adelitas nacionales.
Sí, tiempos en los que el mundo hablaba del “milagro económico mexicano” y la economía la manejaban licenciados en derecho, no como ahora, que son economistas profesionales con maestrías y doctorados y nos tienen con el Jesús en la boca.
Parece pues, que no es aventurado afirmar que algo nos pasó, que entre más progresamos en algunas cosas en otras vamos para atrás. Ya desentrañarán los historiadores del Siglo Treinta el orgullo que a la presente civilización da el incremento de abortos legales.
Algo pasó, algo pasa, algo va a pasar.