Columna Política «La Feria», Sr. López (08-X-2020).- Lucrecia era sobrina de la abuela Elena, de las de Autlán, y ni era tan guapa. Sin embargo de eso, para antes de los 40 de edad tenía una bonita colección de seis exmaridos y decían las malas lenguas -malas pero bien informadas-, que su récord con oficiales y emergentes, era mucho mayor (era). Un día la Lucrecia dijo con voz de lamento que todos los hombres eran ‘iguales’, y la abuela le contestó: -Sí… con las que son como tú –y a platicar del clima y los pajaritos. Con la abuela no había cuentos.
Pareciera que el actual Presidente y su gobierno, fueran el problema de México cuando son la consecuencia del problema. No es frase ingeniosa.
Andrés Manuel López Obrador no es nuestro problema, como no lo fueron Peña Nieto, Calderón, Fox, Zedillo, Salinas… y sígale hasta Agustín de Iturbide. Sostener eso es pretender que somos un país con mala suerte, como si nuestros presidentes llegaran del espacio o se montaran en el poder por obra y gracia del hado. Y no. No hay países con mala pata ni destino fatal.
No se trata de insinuar siquiera que el actual Presidente esté gobernando bien al país, ¡vaya!, ni gobernándolo está, que mangonear y actuar por capricho, no es gobernar. Pero tampoco se trata de inducir la idea de que sin él, el país florecerá, no habrá más que armonía, será clara la aurora y alegre el manantial. No, no depende el país, todo el país, de una sola persona. Ni antes ni ahora.
Pero si el Presidente no es el problema, entonces, qué es el Presidente, este Presidente… hay veces que es más fácil decir lo que no es algo: este Presidente NO es la solución ni parte de la solución de los asuntos nacionales que lejos de componer, enreda, empeora o desdeña (ahí usted dedique el tiempo que le quede libre a estudiarlo y clasificarlo).
Entonces ¿cuál es nuestro problema? (¿no se enoja?… ¿aguanta?… bueno): el problema somos nosotros. Disculpe las molestias.
No faltará el indignado que exclame: -¡Ahora resulta!… -y sí, con la pena, pero nuestro problema es que todavía somos un país invertebrado en el que la generalidad de los ciudadanos no ejercen su ciudadanía.
No es solo la habitual abstención electoral cercana al 40%, pues en otros países es igual o mayor: en los EUA anda por el 45%; en Alemania de 1970 para acá se ha triplicado el abstencionismo y ya ronda el 30%; y en las elecciones europeas no ejercen su derecho al voto cerca del 60% de los electores.
No es eso, sino que en la vida diaria cada quien va para su santo con casi nulo sentido social (nomás piense en la basura en las calles), sin que a casi nadie le dé escrúpulo burlar la ley, evadir el pago de impuestos, pagar sobornos o recibirlos.
En el siglo pasado se hablaba del milagro económico mexicano, cuando el verdadero milagro fue construir un país sin ciudadanos, que es como levantar una barda de piedra sin piedras. Y sí que se construyó un país, un país hoy muy importante en el concierto de las naciones, pero fue gracias a la suma de iniciativas individuales, no como multiplicación del esfuerzo común, que aún nos es ajeno en primer lugar porque es la hora que no hemos tenido un gobierno que acompañe y empuje la iniciativa ciudadana… y a veces la estorba.
Y la nave va, sin duda y a pesar de que seamos tal vez una ‘sociedad líquida’ (ahí léase por su cuenta ‘Estado de crisis’ de Zygmut Bauman), aunque más parece en nuestro caso que somos una sociedad adolescente, que le retoba al padre-presidente pero espera y hasta exige todo de él, que es rebelde pero dócil, que cambia de estado de ánimo y hoy reniega de lo que festejó ayer. Sí, tal vez seamos una sociedad imberbe y tal vez por eso en 20 años nos dimos el lujo de tirar al PRI, trepar al PAN, regresar al PRI y elegir a Morena, que ni es partido, ni se sabe cuál es su ideario: a sus electores les bastaba saber que le iba a sacar canas verdes a los poderosos de turno. Pero, igual, siendo como somos un país tan joven (200 años en la historia son un suspiro), hay lugar para el optimismo: en dos siglos hemos hecho lo que en Europa costó dos mil años.
De regreso a que el Presidente no es el problema: debemos estar conscientes de que al mismo tiempo, por no ser la solución de nada, es un peligro.
El Presidente no disimula su impreparación para el cargo ni oculta que lo suyo es la improvisación cotidiana encaminada a un objetivo principal: conservar su popularidad. No sabemos para qué quiere ser popular, él tampoco lo sabe, aunque tampoco es imposible que allá en un rincón oscuro de su cerebro, abrigue la inconfesable esperanza de que las masas se echen a las calles en todo el país exigiendo su reelección, así son los narcisistas.
También es un Presidente que alocadamente bracea para no hundirse en las arenas movedizas de su ineficacia. Es un Presidente que no toleraría un gabinete funcional y eficiente, porque podrían brillar otros y la sola idea lo enfurece. Es un Presidente que empezó hace muchos, muchos años, mintiendo por estrategia y ahora miente por hábito, porque después de tanto mentir es imposible la veracidad y cuando alguien lo acorrala con información incontestable, se refugia en el ‘tengo otros datos’, como niño con la boca embarrada de cajeta que dice ‘yo no fui’.
Antes que todo, es un Presidente con terror al orden (‘ordofobia’, se propone el término), pues se sentiría innecesario: un mesías necesita pecadores y los demagogos, países al borde del abismo, si no, ¿de qué nos iban a salvar? Por eso fomenta el desorden, por eso el caos le gusta, por eso la pandemia le cayó como anillo al dedo, por eso Morena sigue sin ser partido (de ninguna manera iba a permitir que fuera una sólida institución con vida propia), por eso su grito de ¡al diablo las instituciones!, sin sospechar que iba a encabezarlas…
El Presidente no sabe cómo es la política de alto nivel, lo suyo es nivel banqueta. Tampoco sabe que sus colaboradores lo dejan equivocarse, por rencor y por intereses propios. Pobre hombre, sin darse cuenta construye afanosamente su cadalso político.