Columna Política «La Feria», Sr. López (04-IX-2020).- Espero recuerde la historia de tía Concha, porque no se la voy a repetir… sí, esa, la toluqueña que después de largos años casada con tío Marcos, se divorció y en menos tiempo del prudente se casó con otro que parecía más joven que ella, porque era más joven que ella, pero le duró poco el gusto, se divorció pronto y para sorpresa de propios y extraños, se volvió a casar con tío Marcos, quien seguía siendo como había sido la primera vez que fue su marido, por lo que se divorció de él otra vez y para reventar de alegría a los profesionales locales del chisme picante, su cuarto matrimonio fue con el hermano menor de tío Marcos, boda a la que nadie de nuestra familia se presentó ni de la del novio, faltaba más. Dio más lata tía Concha pero no le digo porque luego todo cuenta.
Pareciera que en México estamos en tiempos canallas y que campea el cinismo impune. No fue siempre así:
El viejo partido imperial validaba con sólidos resultados sus tropelías, mismas que se sentía obligado a evitar y en el peor caso, las disimulaba. No era poco. Pero la perpetuación en el poder acaba siempre en degradación de la vida pública. El régimen tuvo la decencia de bien morir; sin reclamos ni quejas aceptó lo inevitable, lo largamente pospuesto.
Entonces recorrió al país un viento de esperanza irracional en que la sola ausencia del PRI traería todo bien; se interpretó a marro la llegada de Fox, el Alto Vacío -Muñoz Ledo ‘dixit’-, como arribo de la patria a la democracia… una democracia considerada como panacea universal de los males resultado de nuestra anemia ciudadana y nuestros inveterados problemas: la pobreza se esfumaría, la justicia brillaría, tocaríamos los dinteles de la Gloria. Los febles resultados del foxismo son causa directa de nuestra profunda decepción en la democracia y nuestra desconfianza en los partidos políticos.
Después de un sexenio más con el PAN, contra todo pronóstico, de entre sus ruinas, resurgió el PRI en una novísima versión de sí mismo, pero la caricatura no cumplió con las expectativas de la nación: el privilegio como norma, enardeció a la población; la frivolidad de unos pocos ahogó la reforma ineludible del proyecto nacional; la deshonestidad de otros tantos, incendió las urnas.
El electorado, sin opciones, se aferró al clavo ardiendo de un predicador de la resurrección, de la transformación, de las promesas imposibles, sin reflexionar en que el pregonero y sus ofrecimientos miríficos no eran (son) sino una versión reciclada del tan odiado PRI en una de sus más detestadas variantes, el ‘echeverrismo’, el procaz culto al líder, esa rara izquierda que abjura de los compromisos con el tío Sam, cumpliéndolos a pie juntillas; éxtasis de una sociedad adolescente en busca de un papá bueno y firme, no de un mandatario a nuestras órdenes y que a nosotros rinda cuentas.
Esa fe enceguecida produjo un triunfo arrollador que así y todo, no alteró la perpetua siesta del abstencionismo, esa mayoría real que no se toma el trabajo de tachar una boleta y disfruta la dicha inicua de quejarse sin derecho y hacer chistes.
Como sea, Morena y López Obrador, consiguieron una mayoría no antes vista que malinterpretan como permiso para todo. Se sienten invulnerables. Son invulnerables. Ya se enterarán que no hay mayoría ni consideración pública, eternas. Nada es eterno en política.
Igual, el Presidente disfruta cínicamente el privilegio del abuso de la palabra, al oportunista amparo de la libertad de expresión, ejerciendo el indebido derecho de respetar selectivamente las leyes, mientras la gente, no toda la gente pero sí mucha, recopila engaños y atropellos, guarda agravios. Que se cuide el Ejecutivo del empacho incurable que resulta de mentir por sistema. Seis años se van rápido. En esos trotes el único camino seguro es el respeto a la ley, el respeto a la gente, el respeto a sí mismo.
Para redimirnos, para transformar a la Patria, el Presidente usa como coartada un peculiar pragmatismo: no importa mentir, no importa violar leyes, no importa hacer la vista gorda ante la corrupción que ya permea su aparato de gobierno y salpica a sus muy cercanos, todo será validado por la gloria a que nos llevará, asegurándose de paso un lugar en la historia, eso sí. Ignora que en la cosa pública los atajos a la ética son siempre criminales. También ignora que no hay sociedades unipersonales y que la política no es el arte de impedir que la gente se meta en lo que sí le importa.
Acostumbrado a la medianía, habituado al fiasco, abstemio de la victoria, la borrachera de su inesperado triunfo electoral le ha durado de más… y sigue una cruda perpetua, esa sí, por todos los largos años que se le desea viva.
Una muestra reciente de esa postura de su pragmatismo sin ética, no la más destacada ni la de peores consecuencias, fue el llamado que hizo a los diputados del Partido del Trabajo, para que no crecieran artificialmente su grupo parlamentario a fin de conseguir presidir la Cámara, diciendo frases que fuera de contexto son correctas y en la circunstancia lo exhiben como un falso predicador de ocasión:
“Hay que respetar la legalidad y no hacer lo mismo de antes, nada de maniobras por cargos, es decir, hacer cosas que a todas luces son indebidas, se tiene que respetar, actuar con rectitud, no estar maniobrando de última hora por los cargos (…) se puede pero no se debe, porque la política es un imperativo ético”.
Lo dice quien se asume como líder moral de México, el mismo que en las elecciones de julio de 2018, ganó el 35.3% de los diputados en las urnas y el 42.5% de representación proporcional (pluris, pues), para un total de 191 curules de diputados (entre elegidos y pluris) y maniobras mediante, pasó al 51.8%, 259 asientos en el Pleno; no se asombre, nada de él le debe asombrar. No ‘se debe’ cuando a él no le da gana que ‘se pueda’. Muy bien. Se le disculpa solo por haber salvado a la Cámara de Diputados de que la presidiera un barbaján.
Ya veremos a que nos lleva esta izquierda siniestra.