Washington DC, 16 de agosto del 2017.- Cual curtido peleonero de barrio, el representante Comercial de Estados Unidos, Robert Lighthizer, hizo uso de la musculatura para intimidar. Después de amenazar a Canadá y particularmente a México, miró hacia las delegaciones de ambos países con un cierto aire de desdén.
“Nuestra tarea es difícil… y ahora, nos pondremos a trabajar”, les dijo, casi ordenando, con un dejo de soberbia.
Y entonces, por unos cuantos segundos, se hizo un silencio que dijo muchísimo. Por un breve, brevísimo instante –más significativo porque estamos hablando de profesionales de la negociación- se cayeron lascaras de póquer en la sala de conferencias del Marriot Wardman y quedó de manifiesto: es hora de sacar los cuchillos.
Mientras los canadienses aplaudieron tímidamente la intervención de Lighthizer, del lado mexicano no le concedieron el gusto. El secretario de Economía, Ildefonso Guajardo, se hizo de piedra: mantuvo las palmas sobre la mesa. No le regaló un solo aplauso. Es más, ni volteó a ver al estadounidense.
La hostilidad que hoy priva no muy debajo de la superficie entre México, Canadá y Estados Unidos se acentuó más cuando Lighthizer se acercó a Guajardo junto con la canciller canadiense, Chrystia Freeland, camino a la salida. Ni siquiera hubo el intento de las tres partes de tomarse una foto sonriendo o estrechándose las manos. Si el día anterior vimos un romance entre la canadiense y el secretario mexicano, ayer quedó claro que al estadounidense no interesa amistad alguna. Es el mal tercio.
En su estreno como negociador en jefe de Estados Unidos, el momento culmen de una larga carrera, Lighthizer, un hombre conocido por ser áspero y hasta grosero, cumplió con lo que se esperaba de él: dejó bien establecidas las reglas del juego. Se desarrollarán bajo un marco de adversarios.
Era evidente que varios en la delegación mexicana estaban que hervían. Les habían picado la cresta.
Jaime Zabludovsky lucía molesto. Ernesto Cordero, furioso. Juan Pablo Castañón, serio. Juan Carlos Baker, adusto. Kenneth Smith, pétreo. Moisés Kalach, pensativo.
Si alguien esperaba cortesía en el inicio de la renegociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte o que el proceso sería terso, ayer quedó desengañado: en la era trumpiana eso no existe. El embajador Lighthizer se encargó de desinflar con una buena dosis de realidad la ilusión de que al final Donald Trump se moderaría ante la importancia del tratado.
Durante buena parte de 10 minutos, Lighthizer se lanzó contra el TLCAN, en particular en su vertiente mexicana, porque a la canadiense pareció no criticarla tanto: que si el acuerdo evaporó 700 mil empleos. Que si mató a miles de fábricas. Que si robó a los estadounidenses la industria automotriz. Que si suplió superávits con déficits. Que si le falló a Estados Unidos.
Por eso, cuando terminó su discurso, se cayó la fachada. En la delegación mexicana, era patente la molestia.
“No esperaba que trazara estas líneas en el primer día”, dijo Zabludovsky. “Al menos ya tenemos claras las posturas de todos”, secundó Castañón. “Me parece que buscó desviar la atención de los problemas locales”, terció Gustavo de Hoyos, de la Coparmex. “Qué ignorancia”, lamentó Cordero. “Nos quieren doblar”, remató Dolores Padierna.
Y sí. Del arranque de la renegociación, algo queda bien definido: los estadounidenses vienen con ganas de ganar. De darle una victoria, aunque sea pírrica, a un presidente que no ha ganado nada. Y si ello implica doblar a México y Canadá al costo que sea…
Que se pague.