10 de enero del 2025.- «Malibú se ha convertido en la capital del fuego de Norteamérica, y posiblemente, del mundo». Las proféticas palabras del influyente intelectual estadounidense Mike Davis de 1998 resuenan ahora con fuerza, cuando cinco grandes incendios cercan la ciudad de Los Ángeles.
El más grande de ellos, el de Palisades, que ya ha quemado más de 8.000 hectáreas, ha arrasado precisamente varias zonas de Malibú, el exclusivo suburbio de millonarios frente al océano al oeste de Los Ángeles. En total, hay diez muertos, casi 200.000 personas han sido desalojadas, y más de 10.000 viviendas e infraestructuras han sido arrasadas, lo que lo sitúa como uno de los incendios más destructivos de la historia de California.
En un capítulo que lleva como provocador título Hay que dejar que arda Malibú, dentro de su libro La ecología del miedo, Los Ángeles y la imaginación del desastre, este sociólogo y geógrafo alertaba del peligro de seguir reconstruyendo las mansiones de una zona que por su propio ecosistema arde frecuentemente —de media un gran incendio afecta a esta área cada dos años y medio—.
Además, señalaba, la deficiente política de prevención del fuego y el avance del cambio climático empeoraban la gravedad de los incendios, cada vez más destructivos y difíciles de apagar.
Un gran incendio en enero: «Se están desestacionalizando cada vez más»
El fuego forma parte de la vida de los californianos desde hace décadas, pero en los últimos años los incendios han aumentado en probabilidad y extensión quemada. El episodio actual ha sorprendido además por el momento del año en el que ha tenido lugar, tan lejos de la temporada alta de verano.
«No es habitual que haya incendios así de catastróficos en enero», explica a RTVE.es Víctor Resco de Dios, profesor de Ingeniería Forestal de la Universitat de Lleida y experto en estos fenómenos. «Los incendios se están desestacionalizando cada vez más», señala, un efecto del cambio climático.
El calentamiento no prende la llama, pero sí que crea las condiciones idóneas para que el fuego se extienda, al generar un clima más seco y cálido. Si a eso se suman otras características naturales, como el viento o un ecosistema mediterráneo proclive a las llamas y otras humanas, como la ordenación del territorio, la tormenta perfecta está servida.
La regla del 30: vientos de 30 km/hora, 30% humedad y 30 °C
«En California, específicamente la zona de Los Ángeles, se viven unas condiciones geográficas y en esta ocasión también atmosféricas, que han favorecido el desastre que se está produciendo», ha explicado en RNE el geógrafo y director del Laboratorio de Climatología de la Universidad de Alicante, Jorge Olcina. Se ha dado, señala, «un cóctel bastante completo de hechos que magnifican el desastre, junto con la ocupación humana».
El sur de California lleva años inmerso en una sequía acuciante. En el centro de Los Ángeles apenas han caído cuatro milímetros de lluvia desde el pasado mayo, lo que ha hecho de este periodo el segundo más seco desde que hay registros, según el Servicio Nacional de Meteorología de EE. UU.
A esto se ha sumado la llegada de los vientos de Santa Ana, un viento procedente del desierto «muy fuerte y muy rápido», según Resco, que provoca la multiplicación de focos secundarios por el lanzamiento de brasas a grandes distancias. Estos vientos también aumentan la velocidad y hacen que el fuego sea muy difícil de extinguir, tanto por las condiciones del incendio, como por la propia seguridad de los equipos, detalla este experto.
En este caso, el viento ha alcanzado velocidades extremas, propias de un huracán, de hasta 159 kilómetros por hora. Se trata de algo así como un «secador atmosférico» para la vegetación, según explica en este vídeo Daniel Swain, el climatólogo de la Universidad de California Los Ángeles (UCLA).
Una vez que salta la chispa, el fuego «se difunde a gran velocidad cuando se da la regla del 30», apunta Olcina. Esto es: vientos de más de 30 kilómetros por hora de velocidad, un porcentaje de humedad inferior al 30% y temperaturas por encima de 30 grados Celsius. En este caso, las dos primeras condiciones se han cumplido con creces, mientras que la temperatura ha estado por debajo al tratarse del invierno.
California, como la mayor parte de España, tiene un clima mediterráneo. «Y en estas zonas estamos viendo que las precipitaciones están siendo cada vez más irregulares, con eventos de sequía son muy intensos y favorecen el desarrollo de incendios», según el profesor de la Universidad de Alicante. Pone de ejemplo que para abastecer de agua el sur del Estado se tuvo que construir una desaladora en San Diego, a pesar de las grandes cantidades de agua que almacenan las Montañas Rocosas.
El problema de vivir «de manera horizontal»
Pero aunque el cambio climático te da «más números en el boleto» de sufrir un incendio, el hecho de que sea catastrófico lo provocan los «problemas con la ordenación del territorio», según Resco.
En Estados Unidos, así como en otros países castigados por el fuego como Canadá o Australia, la población vive por lo general «de una manera horizontal», es decir en casas, y no en pisos, como ocurre mayoritariamente en España.
Estas zonas con una densidad de población intermedia son «susceptibles a sufrir el frente» del incendio, al situarse cerca de zonas naturales donde se suele iniciar el fuego, y una vez este ya ha comenzado, además, se propaga fácilmente de casa en casa y de jardín en jardín. Al no tratarse de casas aisladas en el monte con poca población, ni de ciudades compactas más protegidas, el balance en destrucción humana es más trágico una vez que llega el fuego.
Un ejemplo claro de esto se vio en el trágico incendio de la región de Ática en Grecia en 2019, donde el fuego acabó con la vida de más de cien personas en una zona con este tipo de urbanismo.
Volver a las quemas controladas de los nativos norteamericanos
Para prevenir estos fuegos tan difíciles de apagar, la solución a veces pasa por mirar a la sabiduría ancestral. En esta zona proclive a los incendios, los indígenas norteamericanos consiguieron «domesticar el fuego» y convertirlo en un aliado, con técnicas como quemas prescritas o controladas, en las que «recreaban» artificialmente un incendio natural, para así proteger sus poblados o cultivos, explica el especialista de la Universitat de Lleida.
“Nosotros no podemos elegir si va a haber fuego o no, pero podemos elegir el tipo de incendio “
Este saber «ha desaparecido», y aunque ahora hay iniciativas similares, «siguen sin ser de la escala que se necesita». «Nosotros no podemos elegir si va a haber fuego o no, pero podemos elegir el tipo de incendio», recuerda.
A esto se suman las políticas urbanísticas y de ordenación del territorio. Resco recuerda que, en España, existe un mapa de zonas inundables, cuya importancia se ha evidenciado con la dana de Valencia, pero «a día de hoy seguimos sin disponer de un mapa de zonas inflamables», por lo que desconocemos el riesgo a la hora de comprar una casa o irnos de vacaciones.
¿Tiene sentido reconstruir lo que va a volver a arder?
También pone el foco en la reconstrucción. «Si vamos a hacer las cosas como las hemos estado haciendo hasta ahora, vamos a seguir sufriendo los mismos problemas», señala, un ejemplo que vale para California, donde muchas zonas se queman año tras año, como para nuestro país.
Muchas aseguradoras ya han renunciado a seguir cubriendo los desastres en California, especialmente tras los destructivos fuegos de 2017 y 2018. Entre 2020 y 2022, las compañías de seguro declinaron renovar 2,8 millones de pólizas del hogar en este Estado, más de 500.000 en el condado de Los Ángeles, epicentro del fuego, según el Departamento de Seguros de California.
Una de las zonas donde más pólizas se han suspendido es en Pacific Palisades, uno de los lujosos suburbios arrasados por el fuego. Precisamente por el valor de las propiedades calcinadas, entre otros motivos, los primeros cálculos del coste de estos fuegos, como el de la empresa de meteorología Accuweather, ya lo sitúan entre 135.000 y 150.000 millones de dólares.
Davis apostaba, en su radical ensayo, por reflexionar acerca de si valía la pena reconstruir, en gran parte con dinero público, Malibú y otras zonas que se iban a volver a quemar. Cada expansión urbana en terrenos que ya antes de la llegada de los colonos europeos ardían frecuentemente solo añadía combustible a futuros fuegos, además de aumentar la segregación social, denunciaba.
Y ya hace casi tres décadas lo exponía claramente: «Cuando la mayoría de nosotros construimos o compramos una casa, evaluamos cuidadosamente el vecindario. En Malibú el vecindario es el fuego».