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Ucrania, zona cero y bajo cero

01 de diciembre del 2022.- Nueve meses después de que Putin anunciara su “operación especial militar”, podemos decir que la guerra en Ucrania –este conflicto en esta Europa nuestra del siglo XXI- es uno de los acontecimientos cruciales de este 2022, por no decir que es “es el hecho noticioso del año”. Indudablemente, es el que ha marcado el ritmo de toda la UE, sus aledaños y más allá por el conflicto en sí, por las pérdidas humanas y por las consecuencias económicas que ha provocado… cuando aún no nos habíamos recuperado de los estragos de la covid-19. Ucrania es, por eso, la «zona cero» de casi todo lo que ha pasado durante este 2022.

En Irpín se pueden ver edificios convertidos en esqueletos o en un simple amasijo de escombros.

Con la imposibilidad evidente de poder viajar al país en avión, la carretera es la vía más segura… aunque seguro no hay nada. Polonia, la puerta por la que han huido millones de ucranianos desde el 24 de febrero, es el acceso más utilizado. Especialmente, si quieres viajar hacia el norte, hacia la capital.

Telones de guerra y de acero
Una vez que llegas a la frontera, todo hace pensar que –más allá de las precauciones propias de un conflicto que continúa- hay costumbres heredadas de viejos tiempos, de aquella era, tan helada como el acero, que hoy tanto se recuerda, empezando por el repetitivo discurso de quien ha provocado todo este horror: Putin.

La autoridad de fronteras, sea cual sea el uniforme que lleve el que te para, tiene el mando. Y el boli. Uno, bolígrafo en mano, apunta en un papelito varios detalles del vehículo y de sus ocupantes. Luego, el trámite de los pasaportes, en manos de otro. Al final del trayecto, otra persona uniformada recoge el papel previamente manuscrito. Lo chequea, lo suma al manojo y te deja pasar.

Más allá de los primeros puestos de control ucranianos, la sensación es de normalidad, de una extraña tranquilidad. Una apariencia que, como bien sabemos, puede cambiar de un momento a otro. En la radio de Tanya, nuestra conductora y ‘fixer‘ –esa figura que es fundamental para nosotros, los periodistas, en zonas de conflicto- nos avisa de que puede haber nuevos bombardeos. En cualquier lugar. Quizás a una hora exacta. Lo tienen casi medido. Y la venganza rusa por la reciente recuperación de Jersón, en el sur, no ha terminado. Parece una falsa alarma.

El frío como arma de guerra
El camino en coche se hace eterno. Y, además, nieva. Cuanto más al norte, mucho más. El termómetro marca el ritmo. De la velocidad, pero también de la guerra. A estas alturas, aunque aún no ha llegado el invierno, ya sabemos que Rusia puede querer convertir el frío en otro arma de guerra. Las infraestructuras energéticas civiles han sido objetivos claves de las fuerzas rusas durante las últimas semanas. Si no hay luz, puede que nada funcione. Tampoco la calefacción. Hay que desarmar al enemigo. Y el enemigo es, desde el día 1, la población.

En todo el país, en las principales localidades, las autoridades han levantado unas 4.000 tiendas de lona que hacen llamar «puntos de invencibilidad» porque, en esto, todo es susceptible de convertirse en patriótico. En realidad, son espacios donde la gente puede calentarse, cargar sus móviles, tomar algo caliente y pasar el rato… porque muchos, luego en casa, pasarán frío.

Paras a comer en un punto intermedio del camino y, enseguida, encuentras un buen lugar para comer algo caliente. En un momento dado, se apagan las luces. Todo se va a negro y, de repente, la luz de las velas se convierte en otra comensal. Al menos, ha dado tiempo a preparar la comida. Pagar con tarjeta parece casi imposible por la falta de conectividad. A la vuelta de la esquina, en un pequeño centro comercial, se puede cambiar dinero. El supermercado está sin electricidad, pero al diminuto puesto de cambio de moneda no se le ha apagado la bombilla ni la máquina de contar billetes.

Toque de queda a las 23 horas
Caída la noche, tampoco funcionan los semáforos de la ciudad intermedia. Hay cierto caos, pero finalmente y a pesar también de la nieve que ya cae incesante, seguimos rumbo a Kiev. La capital, sin luz, parece otra. No brilla como siempre. Las calles están oscuras. Y hay que darse prisa porque el toque de queda empieza a las once de la noche.

Por la mañana, bajo un manto blanco, Maidán –símbolo y emblema de tantos acontecimientos históricos de la Ucrania moderna- resplandece, aunque parece muy triste. Encauzamos la carretera de salida hacia una de las ciudades dormitorio que la guerra ha puesto en el mapa: Irpín. Por su situación geográfica, sobre todo a principios de marzo, fue escenario de cruentos combates de los que sigue habiendo un rastro muy claro, aunque los trabajos de reconstrucción se han acelerado y la nieve parece querer ocultarlo.

Irpín intenta recuperarse
Allí, en un barrio especialmente deteriorado, entre edificios impolutos y construcciones metafóricamente derretidas, convertidas en esqueletos o en un simple amasijo de escombros, nos encontramos con Tetyana y Volodymyr, un matrimonio que vive allí desde hace 40 años y que, al poco de estallar la guerra, tuvieron la mala suerte de ver cómo un cohete destruía buena parte de su casa. Eso sí, tuvieron la buena fortuna de sobrevivir al impacto y, hoy, poder contarlo.

Les han construido una casa nueva «muy IKEA» que ocupa la mitad de su modesta propiedad. A un paso, tan solo queda una habitación en pie de su antigua vivienda. Ambos ni pueden ni quieren olvidar aquel momento ni aquellos días en los que ellos, como sus vecinos, tuvieron que salir corriendo. Muchos, por el puente que sigue recordando lo duro que debió ser aquella huida. Sin embargo, ellos miran hacia adelante bajo su nuevo techo.

Les preguntamos, claro, por los cortes de luz porque, echando un vistazo a toda la casa, hay mucho electrodoméstico y unos cuantos radiadores eléctricos… aún por estrenar. «Este ya es el enésimo problema», confiesa Tetyana, auxiliar de enfermería de profesión. Ella y Volodymyr, conductor retirado, parecen algo resignados. Aparentemente, no hay muchas ayudas y a ellos, afortundamente, les ha podido asistir la parroquia a la que pertenecen.

Bucha o el más visible de los horrores
La vecina Bucha, separada de Irpín por una calle, también representa uno de los episodios más crudos sufridos por la población ucraniana. La cara de Antón lo dice todo. Este joven profesor universitario, nacido en Crimea, criado en Jersón, residente en esta localidad cercana a Kiev, concluye que su vida «parece marcada». Y relata, con todo tipo de detalles, los días de ocupación rusa en los que retumbaban los tejados bajo el incesante baile de aviones y en los que no podían salir a la calle, especialmente los hombres jóvenes como él, «potenciales combatientes». «Había francotiradores que tiraban a matar», sin mediar cordura, nos cuenta.

Antón calcula que debieron estar un mes sin agua ni luz ni calefacción, haciendo la comida en una hoguera. Todos los vecinos de su bloque, a una. Y nos enseña el búnker de su edificio, repleto de productos básicos y colchones, diferentes pero perfectamente colocados en una parte del sótano, iluminado por apenas unas bombillas. Pañales por un lado, distintos medicamentos por otro… todo preparado para servir de refugio, en cualquier momento.

A cada paso, una historia. Y está la Historia de Ucrania, actualmente marcada a fuego por el último capricho sangriento del inquilino del Kremlin. Andrii, que en la capital ha comenzado a ayudarnos como ‘fixer’, se alegra de que estos días «¡estamos algo más tranquilos!». Lo dice sin dejar de mirar el móvil y el sinfín de chats en el que alguien, en un instante, puede dar la voz de alarma por una sospecha, una amenaza o por un ataque. Como ha pasado tantas otras veces.

Con información de RTVE

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