Columna Política «La Feria», Sr. López (24-XII-2020).- Con pudor cuento a usted algo que la prudencia aconseja reservar, por increíble. Tío Ricardo, de los del lado materno-toluqueño, fue una buena persona que a nadie hizo daño aunque a pocos hizo el bien. Padeció toda su vida de un mal incurable: el pesimismo. Por su pesimismo abandonó los estudios y por lo mismo, seguro de su fracaso, no trabajó un día en su vida, administrando-estirando la magra renta que obtenía de la casita de barrio de media clase que de sus padres heredó y alquilaba advirtiendo que él vivía en el cuarto de la azotea. Así las cosas, ya muy viejito, unos sobrinos se lo llevaron a vivir con ellos más porque no estuviera solo que por cuidarlo. El día que mudaron sus pocas cosas de aquél cuarto de servicio, encontraron un viejo billete entero de la Lotería que él explicó había hallado tirado en la calle y que aunque había sacado el premio Gordo, no lo cobró porque seguro era broma de algún malvado o estaba reportado como robado y hasta la cárcel iba a dar. Rigurosamente cierto.
Aunque usted no lo crea, hay científicos que sostienen la teoría de que la amable presencia de todos nosotros lo del respetable, aquí, ocupando espacio y consumiendo oxígeno, obedece al optimismo de nuestros ancestros. Ahórrese la lectura de sesudos y sentenciosos tratados (si es necio, se le recomienda bajo su propio riesgo: ‘Optimimism: The Biology of Hope’; Lionel Tiger; 1979; Publishers Weekly), la idea más o menos, es que los pesimistas desde la prehistoria no se reprodujeron o de plano, se suicidaron; en tanto que los optimistas dedicaban buenos ratos al grato ejercicio de preservar la especie.
No vale la pena analizar esa teoría por simplona, pues las prehistóricas damas pesimistas también procrearon dado que los prehistóricos donceles no les preguntaban si andaban deprimidas pensando que no sobrevivirían a la siguiente glaciación. No eran tiempos de requiebros, serenatas o inoportunos dolores de cabeza. Ni modo.
Como sea, parece aconsejable no andar por la vida con actitud fatalista, seguro de que todo saldrá mal, sin tampoco caer en el optimismo bobo del que ya en el paredón está seguro que los del pelotón de fusilamiento se van a arrepentir.
Lo cierto es que el optimismo y el pesimismo como actitudes definitivas ante la vida, no son recomendables; el pesimista verdadero tiende al inmovilismo, no encuentra sentido a emprender ninguna tarea; en tanto que el optimista irredimible fatalmente caerá en imprudencias, perderá el tiempo en imposibles y coleccionará fracasos que llamará ‘experiencias’ o peor aún, ‘ventanas de oportunidad’ (¡agh!).
Lo mejor es nacer sano y no pasar por experiencias terribles de esas que dan para película taquillera; así, sin necesidad de que intervenga la voluntad, se tiene un natural equilibrio entre pesimismo y optimismo, en otras palabras, se es realista: ni todo ha de salir mal, ni el destino es fatal, al tiempo que no se espera el gratuito éxito en todo ni que del cielo lluevan bendiciones; la razón, la recta razón, permite emprender tareas, iniciar proyectos, no desfallecer ante los fracasos y recomenzar cuanto haga falta, sin insistir en lo que no resulta ni dejar lo conseguido.
Por cierto, ese no ser fatalista ni iluso, adquiere gran importancia entre personas con la responsabilidad de dirigir los empeños de otros. Y los que conducen naciones cargan en su conciencia la grave y onerosa responsabilidad de ser realistas, prudentes sin caer en la inacción, resueltos sin ser temerarios.
Venturosamente, quienes se dedican al más noble de los oficios, la política, necesariamente son realistas. Cierto: así como entre políticos no hay tontos ni desmemoriados, no hay uno pesimista, pues cotidianamente enfrentan dificultades y traiciones, encaran contratiempos y engaños, resuelven entuertos y perseveran en sus proyectos; y tampoco son enfermos de optimismo, lo que les ahorra los perjuicios de la imprevisión o la confianza ciega. Son realistas.
Por ello un jefe de Estado en cualquiera de sus presentaciones, es muy consciente de la importancia de sus actitudes y sus palabras: no es lo mismo lo que dice él que un cartero. Y por supuesto a veces mienten, sudando frío pero sabiendo qué deben decir para inducir entre sus gobernados la actitud colectiva necesaria ante una adversidad o peligro.
Cuando Winston Churchill, sabiendo bien que el Reino Unido no estaba preparado para enfrentar la invasión de la Alemania de Hitler, soltó en el Parlamento el 4 de junio de 1941: “(…) en esta isla disponemos de unas fuerzas militares incomparablemente más poderosas de lo que jamás hemos tenido (…) no nos rendiremos jamás (…)”; y en sus memorias cuenta que estaba al tanto de que nunca habían sido más vulnerables, sí pero la población no debía saberlo y Fito Hitler debía oír lo que él quería que oyera. Jamás los invadió.
Y el mismo Churchill, el 13 de mayo de 1940, al asumir el cargo de Primer Ministro, ya con la guerra en el horizonte, lejos de dirigir a los británicos un discurso de optimismo facilón, les dijo: “No tengo nada que ofrecer sino sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor”; él solo le agregó lo de ‘esfuerzo’, la frase es de Lord Byron (‘La edad de bronce’, 1823), y antes la usaron otros como Garibaldi el 2 de julio de 1849, arengando a las tropas para defender su patria de Napoleón.
Es factor común de los estadistas prescindir del optimismo al convocar a sus connacionales a enfrentar adversidades, entre otras cosas por evitar el ridículo.
Ante esta pandemia, Angela Merkel dijo que era el mayor reto de Alemania desde la Segunda Guerra Mundial; Biden acaba de advertir que vienen los días más oscuros.
Acá nuestro Presidente desde Guerrero aseguró el 15 de marzo: “No nos van hacer nada los infortunios, las pandemias, nada de eso”, como parte del florilegio de su optimismo incomprensible: ya se aplanó, vamos saliendo, pasó lo peor. Eso es politiquear, que según el diccionario es tratar de política con superficialidad o ligereza, hacer política de intrigas y bajezas.