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Merolico (Columna Política «La Feria», Sr. López)

Columna Política «La Feria», Sr. López (14-IX-2020).- Hace mucho le conté de aquella tía abuela del lado paterno-autleco, a la que allá a principios del siglo pasado, casaron con un gigantón membrudo y de no malos bigotes, hijo del ranchero más adinerado de la región, doncel falto de luces y por lo mismo, necio en tener razón en todo. Ella, menudita, bien hecha y vivísima, pronto le ‘tomó el gusto’ (lo decía ella misma ya viejita, sonriendo enigmática), procuró no tener desencuentros con su fornido marido, por la maña de mandón que tenía y adoptó la estrategia de obedecerlo siempre y en especial en las tonterías que disponía hasta que se hacía evidente lo estúpido de sus órdenes. Nomás le digo: un día, en vez de llegar a Puerto Vallarta, arribaron a Tampico, con ella diciendo: -Por donde tú digas, viejo -ya grandes, él raramente abría la boca. Lo domó sin un pleito.

A brocha gorda: monarquía es la forma de gobierno en que el poder lo ejerce una persona; aristocracia, en la que lo ejerce una minoría (parecido a la oligarquía); y democracia, cuando gobierna la mayoría para todos.

Repase esto último: democracia es el gobierno de la mayoría para todos; no es esa vacilada del ‘gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo’ (lo dijo Lincoln, ese estupendo mentiroso), frasecita que encubre el poder ejercido por grupos influyentes que constituyen un estamento cuya validez formal deviene de procesos electorales en los que dan a escoger a la gente de entre los candidatos propuestos por el propio estamento, que cierra el acceso al poder de candidatos ‘independientes’ con requisitos legales muy difíciles de cumplir, establecidos por esa misma élite al poder.

Que se obtenga el poder mediante la decisión de la mayoría no garantiza nada ni otorga ‘carta democrática’ a un gobierno. Es democrático el gobierno que mediante elecciones accede al poder si y solo si, respeta la ley y la aplica igual a todos, a los que lo eligieron y a los que no lo votaron. 

Por lo anterior a las personas que llegan a la presidencia de México se les hace jurar: “Protesto guardar y hacer guardar la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos y las leyes que de ella emanen, y desempeñar leal y patrióticamente el cargo de Presidente de la república que el pueblo me ha conferido, mirando en todo por el bien y prosperidad de la Unión, y si así no lo hiciere que la nación me lo demande”.

Mientras jura el Presidente elegido por la mayoría, frente a él se encuentra el Gran Tintero del Presidente del Congreso, esa gran pieza de plata (hecha a fines del siglo XIX por orden de Porfirio Díaz), que en la parte superior tiene un águila real y a los lados, dos deidades griegas: Themiz, protectora de la justicia y la equidad (en una mano una balanza, en la otra una espada y los ojos vendados), y Nike (la de los tenis, exactamente), que sostiene una palma que representa la victoria; el conjunto simboliza la labor del Congreso mexicano, el triunfo de la justicia imparcial. Bonito.

Lo del tintero es simbolismo (que alguien le explique al Presidente López Obrador), pero el juramento es clarito, explícito: quien asume el cargo obtenido en las urnas, lo toma jurando cumplir la ley (él), hacerla cumplir (a todos), y procurar el bien y la prosperidad del país (o sea, otra vez: de todos).

Así las cosas, el presidente López Obrador, resulta ser un remedo de rey absoluto, su Majestad Andrés Manuel I (primero y esperemos último). No es ironía ni burla, ni adjetivación mal intencionada. Es la verdad que no peca pero incomoda: ejerce él solo el poder y lo manifiesta sin pudores: su gabinete es una fila de tiples tras el actor principal, todos de adorno; los millones de pobres según él, merecen el bondadoso trato que se da a las ‘mascotas’; amenaza con ‘investigar’ a cualquier juez que sentencie a favor de Altos Hornos (Ancira); define quién es culpable y quién inocente de ilícitos prescritos o no (sus sentencias sumarias, inmediatas, sobre señalamientos de corrupción de sus cercanos o familiares, son tragicómicas); cancela contratos públicos y privados mediante mascaradas de consultas populares, de resultado predeterminado por su sacra palabra; ordena a la Fiscalía dar a conocer el contenido de averiguaciones de lo que políticamente le interesa; critica abiertamente a los órganos autónomos del Estado mexicano (su piñata favorita es el INE); mangoneó en el Senado la imposición de la presidenta de la CNDH; regaña y reconviene a la Cámara de Diputados; lo enfurece la prensa crítica y por encima de todo: condiciona la aplicación de la ley a expresidentes, al resultado de una consulta popular, embestida inigualada en nuestra historia, contra la legalidad más rudimentaria (ni Victoriano Huerta se atrevió a tanto); y para que no haya duda de su suprema autoridad, con esa su gracia innata, dice coquetón: -“Lo que diga mi dedito” –y sonríe, inexplicable y siniestramente, sonríe.

Como rey actúa y se considera rey (aunque tal vez ni cuenta se dé, cosas de la neurosis narcisista), y por lo mismo, inadvertidamente, es conservador, profundamente conservador: sus postulados prácticos lo ubican en las antípodas del liberalismo.

Su majestad el Presidente sabe que son millones los que lo quieren, que lo quieren como es. Ojalá no abuse; la gente cuando es muchedumbre, pasa del amor más intenso al odio más pasional sin estaciones intermedias. El país está en un viacrucis de inseguridad pública peor que nunca, con una crisis de salud y otra económica; empiezan los síntomas del más enérgico descontento social. Su majestad está sentado en un bracero y no controla sus reacciones ante lo adverso 

Viendo la cosa con alguna perspectiva: cuando se vaya en 2024, su majestad el presidente verá que solo hizo cambios cosméticos y temporales al gobierno, no al Estado, el Estado es México y es mucho más que un advenedizo a la política real, por más que lo aplaudan unos convencidos sinceros y muchos otros vividores. Y se descubrirá como es: un charlatán vendedor ambulante de chucherías y baratijas, un merolico.

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