Columna Política «La Feria», Sr. López (29-IV-2020).- Tía Maruca (prima hermana de la abuela Elena, lado paterno-autleco), se casó de 14 años de edad con un compadre viudo de sus papás, Tito (Octavio), de 39 y con nueve hijos de su primera víctima. Decía la abuela que tío Tito no era malo pero tenía feo el modo y era muy mandón. Tía Maruca quedó advertida saliendo del templo: para todo tenía que pedirle permiso y era obligatorio obedecerlo (ir al mercado, visitar a sus papás, incluido)…
y a querer o no porque era un gigantón que cuando lo contrariaban rompía sillas, puertas y se contaba que de un puñetazo en la testuz había matado un mulo. Pero tía Maruca no era tonta, dijo que sí y decidió no hacer nada que no le ordenara su esposo, ni la comida. En la mañana se quedaba en la cama hasta que él -desesperado-, preguntaba si no pensaba levantarse y ella, toda dulzura le decía que esperaba que se lo mandara; igual, no se bañaba, no se peinaba, no le daba de comer a los niños; absolutamente nada hacía si su señor-marido no lo disponía y es muy difícil vivir con un bulto que solo se mueve cuando se le dice: igual se quedaba en la cocina toda la tarde (‘no me has dicho a dónde me pongo’), que se quedaba en el camisón de dormir todo el día (‘no me has ordenado qué ponerme’, le decía tierna). Y contaba la abuela Elena que en confidencia, su prima le contó que lo mismo hacía en esos íntimos momentos conyugales que perpetúan la especie: ni un dedo movía sin que su patrón-esposo se lo mandara. Cuando este menda los conoció, él era muy viejito y parecía como ido; en cambio, ella era una madura y guapísima matrona con motor de 12 cilindros y doble tracción. Puso y quitó negocios, vendió y compró tierras, mandó hijas a estudiar a Guadalajara y su mandón marido no tenía ánimo ni para asentir. Se lo acabó.
Sin suponer cosas, parece que a nuestro Presidente le gusta mandar. Un poquito. Y se intuye que le molesta cuando no se está de acuerdo o no se hace lo que él piensa o dice, que es su especialidad, decir cosas: hablar es su pasión dominante, hablar sin tregua, de todo y cuando afirma no ser ‘todólogo’ lo embarga el oculto regustillo de saber que sus escuchas están muy al tanto que él sabe de todo.
También puede uno aventurarse a sospechar que para el Presidente solo hay una cosa por encima del delirio por hablar: el éxtasis de oírse. Ahí sí pierde la compostura, tal vez por eso habla estudiadamente despacio, saborea cada sílaba, como gourmet paladeando exquisiteces a pequeños bocados, como experto ‘sommelier’ catando con calma sus palabras dichas con largas pausas, permitiendo a sus oídos llevar a su cerebro y lo más hondo de su persona, cada inflexión, cada tonalidad, cada matiz del aroma embriagador del licor de sus palabras.
Nuestro Presidente ha logrado algo increíble para los tenochcas que padecimos en pleno uso de nuestras facultades mentales, el sexenio 1970-1976, sí, damas y caballeros, Andrés Manuel López Obrador ha quitado la corona a Luis Echeverría Álvarez (q.e.p.v, porque vive y disfruta sus 98 años, cumplidos el pasado 17 de enero); ése tal Luis fue campeonísimo de la verborrea, de la diarrea verbal, el dislate y la ocurrencia; ninguno antes que él habló tanto y tan a lo maje; bueno… pero llegó el de ahora y hasta extraña uno a Echeverría que, cuando menos, no impartía diario una conferencia de prensa.
Y no se vayan a enojar chairos y similares, sinceros o en renta, no es calumniar al titular del Ejecutivo, decir que le gusta hablar, que habla mucho, que habla de todo. Como tampoco es calumnia asegurar que le pone de mal humor que lo contradigan, ni su capacidad para crear adjetivos descalificativos.
Otra cosa que lo caracteriza es el desmesurado sentido de su propia importancia, su necesidad de ser el centro de atención y ser admirado, por eso la facilidad con que se enreda en conflictos con cualquiera que no le dé la razón.
Aparte es muy clara su falta de empatía con los demás. Qué pena pero así es: mamás de niños con cáncer que reclaman falta de medicamentos, son títeres de sus adversarios que pretenden desprestigiarlo; igual que las mujeres violentadas que se manifiestan a las puertas de Palacio, son ‘grupos pagados’, en el mejor caso, ‘infiltradas’’. A nuestro Presidente no lo conmueve nada y por eso puede decir campanudamente que la pandemia ha sido domada, cuando estamos empezando la peor etapa, según sus propios expertos.
Por esa falta de empatía le importaron un pito los centenares de desempleados que causó su toma de Reforma y el Zócalo en 2006. Por ese su antipático modo de ser, pudo calificar como Marcha de los Fifís, a la Marcha Blanca, la más numerosa manifestación de protesta en la historia de México (27 de julio de 2004; medio millón de personas), en contra de la inseguridad y su modo de gobernar la capital del país, siendo él su Jefe de Gobierno. Por esa su falta de sentimientos a la realidad que afecta a otros, se refirió al secuestro y muerte del joven Fernando Martí de la siguiente manera: “¡Qué bien, un punto malo para Calderón y un pirrurris menos!” (columna de Leopoldo Mendívil, diario La Crónica, 26 de agosto de 2008; confirmada por Óscar Mario Beteta; y ratificada días después por Jaime Sánchez Susarrey, en su columna del diario Reforma, y en la sección de Cartas a la Redacción de El Universal). Y si necesita usted la prueba definitiva de esa falta de sentimientos empáticos, recuerde que él solito dijo que la pandemia del Covid 19 le cayó como anillo al dedo.
Y de pilón, ahora que es Presidente y está diario a la vista (y oídos) de todos, es obvia su disociación con la realidad. La realidad no es algo que digiera ni lo venza: la corrupción se acabó; el pueblo bueno está feliz, feliz, feliz; nuestra economía está requetebien; Morena es el movimiento social más importante del mundo; ya domamos la pandemia.
Lo mejor o menos malo que se recomienda hacer es dejarlo hacer todo lo que quiera, para que las consecuencias hagan que la gente recapacite (no él), y no vuelva a votar a tontas y a locas.