Crónica Chilanga por Jimena Quintana.-
Los últimos días han sido muy nublados y fríos en la capital. Es el frío otoñal que advierte la inminente llegada del invierno. Desde hace unas semanas el frío se convierte en uno de los elementos que trastocan cada uno de los huesos al recorrer por las noches las calles del Distrito Federal. Estos recorridos nocturnos resultan más escalofriantes cuando de la nada aparece algún niño, con una aterradora máscara o con el rostro pavorosamente maquillado, que, percatándose del embelesamiento de las personas, se acerca sigiloso para pedir con un sobresalto la ya famosa calaverita. Simulados espectros dieron un recorrido en bici por las principales calles del primer cuadro del centro al caer el Sol. 30 mil zombis deambularon también del monumento a la revolución al Zócalo rompiendo el Récord Guinness. En las llamadas “Islas” de Ciudad Universitaria se montaron 91 ofrendas que homenajeaban en esta edición al maestro Fernando Benítez y a los Indios de México. Todo en vísperas del día de los muertos.
Hasta hace unas décadas, lo más usual en estas fechas era una reunión familiar para comer el tradicional pan de muerto, con el respectivo chocolate caliente, sumado a que en la mayoría de las casas se pusiera una ofrenda a las personas más allegadas que habían fallecido, pues en el imaginario popular, el dos de noviembre vuelven, mediante la invitación de una foto o una calaverita de azúcar con su nombre en la frente, para comer aquello que se les ofrece y que suele ser la comida o bebida favorita. Decorar una ofrenda familiar es siempre un ejercicio espiritual, pues nadie puede escapar del recuerdo que invariablemente sucede a la reflexión sobre la vida y la muerte. Justo esta última parte lleva milenios dentro de nuestra cultura. Las ofrendas eran ofrecidas a los muertos desde la época prehispánica pero con el tiempo, que nunca pasa de largo, se ha ido modificado esta vital conexión con la muerte. Otra de las tradiciones es ir al panteón a visitar a los difuntos y adornar con flores y veladoras el lugar del eterno descanso.
En la zona lacustre de la ciudad se encuentra un pueblo que aún resguarda celosamente su ritual mortuorio. San Andrés Mixquic es un poblado alejado de las entrañas de la urbe más grande del mundo, pero no alejado de su corazón. En la época prehispánica llevaba sólo el nombre de Mixquic, y era uno más de los pueblos que le rendía tributo al imperio Azteca. Su nombre deriva de la palabra Mizquic, que significa “lugar de mezquitales” o “en el mezquital”, sin embargo también está asociado con la palabra miquiz que significa “morir”. Es ésta última acepción la que hoy en día hace que cada dos de noviembre el pueblo inunde sus calles con visitantes de todas partes.
El Pueblo de Mixquic se resguarda prácticamente en los límites de la ciudad con el Estado de México. Mantiene sus vías estrechas, sus arroyos con lirios, su gente amable, deliciosa su comida y ancho su pasado. No es fácil llegar allá, son casi dos horas del centro de la ciudad hasta el corazón de San Andrés Mixquic, pero este año tuvo un elemento novedoso, la línea 12 del metro. Esta nueva línea ayudó a que disminuyera el tiempo del recorrido pero también a que éste año aumentara el número de personas que se unieron a la conmemoración de los difuntos. Las calles llenitas de comercios abrazan a los invitados con diversos platillos, dulces, bebidas y muchos colores. A penas y se podía caminar entre las casas, los puestos o el panteón.
Desde fuera del panteón se podía percibir el peculiar olor a copal y velas, el humo proveniente del panteón se dispersaba ligero por el cielo no sin antes llenar el ambiente de misticismo. Las tumbas estaban llenas de flores multicolores, adornos y siempre custodiados por los familiares que desde temprano llegaron a limpiar y a engalanar el panteón.
Hecho de piedra volcánica, el ex convento agustino es un templo que cobija a otro templo. En sus entrañas guarda restos prehispánicos, una pirámide de piedra y otros objetos allí encontrados y resguardados. Restos humanos de los ahí pertenecientes, todo en Mixquic es memoria, es identidad, mito y rito.
Las dinámicas culturales nunca ceden ni son estáticas. Todos somos influidos por nuestro entorno para asimilarse, no para destruirse. Las calles de Mixquic poco a poco se han invadido de niños pidiendo calaverita, gente disfrazada y en algunas casas había fiesta de Halloween, pero Mixquic y sus habitantes siguen venerando a sus muertos, es un pueblo de la muerte que no es vacuidad sino remembranza.