Por Víctor Ardura (07-11-12)
Es incesante pensar en lo que le espera a nuestra nación cuando arribe EPN. Sin duda la e expectativa sobre la violencia que hemos vivido no es alentadora, aunque habría que ver el papel que re diseñe su equipo de trabajo ante la reelección de Barac Obama y la tendencia a legalizar el uso de cite drogas, como la mariguana.
No promete nada halagüeño para EPN este hecho pues nos preguntamos ¿qué resolución tomará con respecto a la estrategia sangrienta calderonista?¿tomará otro sendero o le dará continuidad? Hay algunas ideas, no propias, que quiero recordar con usted, querido lector, para enmarcar lo que significaría un retorno de la estrategia de combate anti crimen.
Debemos comenzar por decir que «en cualquier esquema social democrático donde existen poblaciones que conviven en comunidades regidas por normas universales y no discriminatorias, promulgadas y aplicadas por poderes independientes que emanan de la soberanía popular, únicamente la práctica de violencia que se ajusta a las constricciones dispuestas por las leyes se considera lícita y legítima. Así, el monopolio de la violencia, entendida ésta en su dimensión de ejercicio de poder coactivo, está reservado a los poderes públicos, que la deben de administrar en un escrupuloso respeto a la ley y bajo la circunscripción estricta de parámetros de oportunidad, necesidad y proporcionalidad.
Sin embargo «en el mismo sentido garantista podemos entender la violencia desencadenada en el marco de la denominada legítima defensa que, como su propia conceptuación jurídica involucra, se sustenta en la legitimidad que respalda a un ciudadano que despliega un comportamiento de agresión defensiva, normalmente contra otro u otros, basándose en la existencia de una amenaza antecedente. En la mayor parte de los esquemas jurídicos que consideremos, de nuevo en el seno de las democracias liberales, observaremos que la legitimidad de la violencia defensiva tendrá que venir avalada por condiciones de respuesta directa y consecuente a una amenaza inminente y grave para la vida propia o la de terceros, que esa respuesta violenta sea por tanto oportuna y que, al igual que ocurre con la violencia del Estado, sea necesaria y proporcional. «En ambas violencias legítimas, la ciudadana y la estatal, parecen regir idénticos condicionantes, estribando la diferencia, si cabe, en la licitud añadida que se otorga a los poderes del Estado para instrumentar violencia necesaria, oportuna y proporcional también a fin de imponer la autoridad concedida para restaurar escenarios de orden. En la agresión legal de un ciudadano, además, pueden concurrir restricciones de índole nacional dependiendo de las legislaciones de los distintos países. El caso del código penal español, por ejemplo, es tan garantista como el resto del espíritu jurídico derivado de la Constitución de 1978, pues contempla que incluso debe de haber falta de provocación suficiente por parte de la persona que se defiende para entender que la violencia ejercida está exenta de responsabilidad criminal (art.20).
«Precisamente, la caracterización de la legítima defensa como incrustada en el capítulo de las conductas exentas de responsabilidad criminal es de un patente trasfondo ético. La violencia es contraria a los esquemas reguladores de la convivencia por principio, debiéndose demostrar que se daban condiciones especiales para recurrir a ella a fin de que al ejecutor se le pueda aplicar una eximente, que pudiera ser total o parcial, de responsabilidad por aquello que ha hecho. Aunque no es formalmente idéntica, únicamente en lo atinente a su filosofía esta concepción tiene algo interesante mente similar a una reversión de la carga de la prueba, que exige del reo demostrar que se han dado las condiciones de exención para que su violencia no sea considerada una transgresión.»
Esto es lo que nos recuerda Andrés Montero Gómez, Presidente de la Sociedad Española de Psicología de la Violencia.