Por Noemí Avilés
En plena efervescencia de la manifestación de los normalistas, una voz me abofeteaba repentinamente. Fue la vocecita de una buena cantidad de bocas, labios de morelianos que transitaban por el corazón de la Valladolid. Sus susurros indignados sólo hablaban de lo molesto que es el espectáculo de los muchachos que no tienen mejor cosa que hacer que plantearse en la señorial plaza.
¿Será que la belleza también ha sido trastocada por la banalidad de la televisión, por el monstruo vespertino que pasma las mentes y adormece todo lo que en algún momento fue lucidez, si la hubo, una que provocara el salto al conjunto de defensores de la oposición?
¿Cuán lejos puede llegar el velo de de la cotidianidad, al punto de la ausencia de alteridad cuando nos vemos afectados en nuestra inmediatez y se pierde de vista el futuro, ese momento del tiempo que no es seguro y que, por lo tanto, se debe preparar, prever, proyectar?
¿Cabe pensar que existió alguna vez, conciencia de la diferencia que no solía empañare por la pesada necesidad, nuestra necesidad de abastecer, de proveer ante la imposición de la pobreza que se empeñan en expandir a todos los confines del terruño?
Difícil saber si aquellas encuestas de las que habla el vocero estatal no corresponden a la verdad. No tanto después de ser testigos de los contra movimientos que han manifestado su inconformidad por las tomas, y las marchas.
Incluso más aún cuando los ojos de los «vallisoletanos» se encienden de contento cuando por justicia ciudadana se envía a la cárcel y se golpea, hasta el brote de sangre, a «aquellos» que osan transgredir la poca y leve paz que solía existir; esa tranquilidad que nos ofrece un poco de confort por lo inestable de la economía, misma que conduce a la explotación laboral de que somos víctimas y de la que escapamos moviendo nuestros pies por esas calles del recuerdo y la nostalgia.
Fácil para los que nos han convencido de que votemos por no más marchas porque son los que mueven el piso y los hilos subterráneos de la economía para que cada quien se ponga su grillete y se apresté en su sillón, si tiene, o camine por los portales del centro, o se disponga a tomar un humeante café con lo que ganó en una jornada laboral completita de trabajo.
Mi músculo superciliar se expande. Mis ojos pueden ver dos mundos que no pueden convivir y requieren de un mediador para hacer valer sus derechos. La inquietante pregunta -de la que se sabe la respuesta- es: ¿De qué lado se enfilará el gobierno del estado?
Articulista: Noemí Avilés