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Suena descabellado, pero…

Nos encontramos ante un proceso electoral, en lo referente a la Presidencia de la República, cuya parte nodal, la de la emisión del voto y su recuento ya ha sido rebasada, sin embargo no concluye allí y en estos días se desahoga la parte correspondiente a las impugnaciones donde los partidos que conforman el Movimiento Progresista han demandado la invalidez de la elección.

 

Lo anterior es el capítulo más reciente, pero no el último de una transición política inacabada cuya historia se remonta ya a algunas décadas, aunque en éste artículo solo haremos remembranza de lo que ha sucedido a partir de la elección del 2000 cuya consecuencia más importante fue la alternancia partidaria en la titularidad del poder ejecutivo. En aquel entonces los mexicanos logramos dar fin, sin derramamiento de sangre, mediante la vía del voto, a la permanencia ininterrumpida durante 70 años en la Presidencia de la República del Partido Revolucionario Institucional, terminaba así una época a la que el escritor peruano Mario Vargas Llosa calificó como la de la dictadura perfecta, para dar paso a una etapa de transición democrática que hasta hoy parece no solo inconclusa sino dilatada en el tiempo.

 

Desde mi punto de vista, los mexicanos que votamos en el 2000 y echamos al PRI de los Pinos no queríamos solo tener a otro partido ocupando la silla presidencial. Pretendíamos sobre todo un cambio de régimen, nuevas formas de convivencia política, económica y social entre los mexicanos, para ello era necesario llamar a un gran pacto nacional en el que se tendrían que lograr los grandes acuerdos que dieran por resultado el México Nuevo, la forma de disputar el poder, las nuevas formas de conformación de los poderes y las relaciones entre éstos y la manera de dar gobernabilidad al país, sin exclusiones, debió estar en el centro del debate, hubiera sido deseable desembocar en un nuevo constituyente y una nueva carta Magna.

 

Para lograr lo anterior había condiciones inmejorables, principalmente un nuevo Presidente al que todos reconocían legalidad y legitimidad y de quién pocos podrían haber rechazado un llamado a reconstituir la nación. No se debe poner vino nuevo en odres viejos y había que forjar el odre novísimo para la democracia naciente. Pero no fue así. Vicente Fox, quizás debido a las graves deficiencias de formación intelectual y política que le son propias, terminó por no hacer ese llamado que muchos esperábamos, por el contrario fomento la permanencia de la reglas, instituciones y cultura del viejo régimen y se echo en los brazos de los peores enemigos de la transición y promotores activos de la restauración como los grandes oligopolios de la comunicación, los líderes sindicales charros y otros viejos poderes fácticos que antes giraban en rededor de la figura presidencial priista  y que ahora, libres de ésta, adquirían mayor poder, autonomía y capacidad de maniobra.

 

Dos hechos marcan el gobierno de Fox en lo político: el desafuero de López Obrador, una canallada que pretendió dejarlo fuera de la contienda presidencial, y la propia elección de 2006 en donde, de acuerdo al texto de la sentencia del Tribunal Superior Electoral, se dieron una serie de hechos que hicieron de ésta una elección poco aseada pero cuya magnitud e influencia eran difíciles de cuantificar y por lo tanto se dio validez a la elección de Felipe Calderón. La historia ya la sabemos, es la de un presidente cuya legitimidad quedó entredicho y quedará así para la historia, que tuvo que entrar por la puerta trasera al Congreso para tomar protesta, una herida que partió en dos a los mexicanos y que aún no cierra y un intento de lograr legitimidad lanzando al país a una guerra absurda cuyas consecuencias han sido muerte, migración forzada, laceración del tejido social, una violencia terrible y cotidiana, pérdida de prestigio de nuestro ejército, segmentos de territorio en manos de delincuentes y muchas más, algunas que apenas se vislumbran.

 

En el 2012 es evidente que el cómputo de los votos es confiable, que es casi imposible el tipo de fraude que nos recetaban en la época del partido hegemónico y que Peña Nieto, si nos atenemos solo a la urna y nada más que ésta, tuvo una ventaja de más tres millones de votos. Pero el problema no es sólo aritmético, es el de las condiciones que antecedieron al depósito de los votos en las urnas, de constatar si el proceso electoral cumple con los principios constitucionales, si éste fue libre y auténtico. Me temo que no.

 

Cada día surgen más evidencias de compra y coacción del voto a favor de Peña Nieto, de financiamiento paralelo, de rebase de tope de gastos de campaña, de alineación de los medios a favor del candidato del PRI y del uso de las encuestas como elemento de impacto sicológico y propagandístico más no de divulgación de un ejercicio demoscópico honesto, ni que decir de la influencia de las grandes televisoras, sobre todo televisa, constructoras e impulsoras de Peña desde hace ya varios años.

 

El resultado es un presunto Presidente y un gobierno que mucho antes de iniciar ya están tocados por el fruto envenenado de la ilegitimidad, un movimiento social de resistencia dispuesto a cerrarle el paso y que no sabemos cuál será su fuerza y alcances, una sociedad mexicana nuevamente dividida y  con incertidumbre sobre el futuro.

 

Qué hará Peña para legitimarse, no lo sé, pero no parece tener los alcances para hacerlo por medio del consenso, llamando a la sociedad mexicana a la reconciliación y la reconstitución de la nación. Por el contrario, cuando escuchamos que pretende impulsar sus cacareadas reformas estructurales, que no son otra cosa que las reformas neoliberales esperadas por los grandes tiburones desde hace mucho, notamos que no sabe en qué barril de pólvora está parado.

 

Suena descabellado, pero la anulación de la elección, el nombramiento de un Presidente Interino con capacidad de estadista, reconocido por toda la sociedad mexicana y capaz de convocar a un gran Pacto Nacional, podría ser la nueva oportunidad que la historia da a éste país para completar su arribo a la democracia y superar ésta etapa que no parece ser presagio de nada bueno.

 

Un nuevo pacto político, económico y social, nuevas reglas de disputa del poder, nueva Constitución y nuevas instituciones, para refundar la República y arribar por fin a un régimen plenamente democrático y al nuevo Estado Social de Derecho, después que vengan las elecciones con los candidatos que sean y en las que el dinero y el delito no prevalezcan,  como ahora.

Articulista: Rafael García Tinajero Pérez

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